El miedo
Cuando era pequeña mi forma de combatir el miedo era subir las escaleras del “doblao” de mi casa y llegar hasta arriba. En invierno me esperaba un sitio helado, con humedad y lleno de oscuridad. El miedo era pensar en ello, sobre todo. Mientras subía, ese miedo iba desapareciendo. Olía a ajos, a aceite de oliva y a chorizos de la matanza, supongo que eso me ofrecía algo familiar y de confianza. No era para tanto, pensaba, esto se acababa en un momento.
El pasar miedo no pasa por la voluntad, ni tampoco es voluntario. Mi hermano mayor se encargaba de mandarme por la noche antes de cenar. Vete a por ajos arriba, decía. El se reía. Pero yo orgullosa pequeña manchega me reponía y le obedecía. En el fondo me sentía fuerte y pensaba que realmente era él, mi hermano mayor, el miedoso y por eso me enviaba a mi a cumplir semejante encargo.
Pero a la vez también tengo el recuerdo de mi rechinar de dientes de muchas noches.
Desde mi llegada a Londres, he pasado mucho miedo. Pero no era del familiar, como este de cuando era pequeña, sino del que da miedo real. Del que no sabes apuntar adonde está eso que te da miedo ni de donde viene. Empecé a tener algunos síntomas. Los primeros meses de mi recién estrenada vida, el corazón se me aceleraba mientras estaba descansando tranquilamente en la cama. No había tenido ningún signo aparente de miedo durante el día: iba a la biblioteca, buscaba trabajo y una vez por semana iba a clase. Pero en la tranquilidad de la tarde-noche, cuando reposaba en la cama de aquella casa en Leyton, me daban taquicardias durante varios minutos. Y eso se repetía cada día durante varios meses.
¿Y de dónde venía ese miedo?
Enfrentarse a todo lo desconocido, unido a la falta de trabajo y a poder comer, eso da miedo de verdad. Y es sólo ahora en la distancia del tiempo cuando puedo definirlo. Aparecieron de nuevo otros síntomas antiguos. Empecé de forma extremadamente radical a pararme cuando tenía que cruzar ese espacio que se hace entre el vagón y el andén del metro. Me encontraba un agujero. Mind the gap oía, veía el agujero y me sentía caer, no podía seguir dando un paso más.
Dicen que una forma de pasar el miedo es hacer lo que te da mas miedo y razonar sobre los peligros. A esto se llama terapia de choque. ¿no? Y hay gente que lo utiliza para quitarse el miedo a volar. Analizan por ejemplo las estadísticas de Airdisaster y admiten que la posibilidad de tener un accidente es de 2,8 por cada 1.000.000 de despegues. Juzga y léelo tu mimo. Pero Sr. Counsellor, ¿entonces si paso mil veces por el andén ya no tendré miedo al agujero?. Quizá se me pase. ¿y el miedo real de los otros agujeros?. Me temo que empezarán a salir agujeros por todas partes. Cuando tape uno, saldrá otro. Y eso no hay quien lo pare.
Las taquicardias se me pasaron. Thanks God!. Asociado y a la vez a que encontré trabajo y tuve asegurado el comer. Pero el vértigo a las alturas donde mirar el vacío desde lo alto del London Eye, o el schock al pasar esas grietas en forma de gaps en los andenes del metro, me sigue pasando. Claro, no con la misma intensidad. De nuevo. Thanks god!.
Sr. Counsellor, ya creo y veo que el agujero real siempre existe y permanece ahí haga lo que haga.
Bueno, me digo, vamos a reconciliarnos con él. Hablemos…
Brene Brown lo argumenta a su manera (ya os he hablado de ella en FAQ Cómo orientarse desde scratch). Habla de la una evidencia haciendo referencia a la sociedad norteamerica, dice:
We are the most adicted, the most medicated, obice, and in debt in history. We are numbing.
(Somos los más adictos, los más medicados, obesos y con deudas en la historia. Estamos bloqueándonos y/o insensibilizándonos.)
Y continúa, tenemos mínima tolerancia a la vulnerabilidad. Pensamos que esto es signo de debilidad y eso no nos gusta. Si bloqueas lo que te da miedo y no te dejas ser vulnerable, vas y te das a las drogas, a la bebida, a la medicación, a lo que sea para no sentir. Y lo bloqueas. ¿pero qué ocurre?. Que después, cuando despiertas de la borrachera y vuelves a aparecer, vuelves a sentirte mal y vulnerable.
Brene argumenta con su investigación que hay un poder en la vulnerabilidad que nos humaniza. Ella concluye, “somos más amables con las personas que nos rodean y mas amables y considerados con nosotros mismos”. “Ser vulnerable es estar vivo”.
Así es que en esos momentos de terror, sobre todo, no seré catastrófica, sino agradecida. Gracias. Estoy viva. Y al zombi, ese que también habita de vez en cuando en mi, hoy no le daré de comer. Gracias.